Luz azul que corta a la mitad un cuarto oscuro, inundado de
calor, atraviesa dos cuerpos que se resbalan las sabanas y abren los omóplatos
sacando el pecho cada vez que una gota fría recorre la espalda, por que el
sudor se volvió frío, por que nada supera esta temperatura. Luz que descubre
una membrana brillante sobre el vientre, que devuelve la inmensidad a cada
pliegue, y esculpe como un plano de mármol cada espacio relegado a la fría
corriente de aire que entre abrazos se escapa. La noche sabe a la baba que
cuelga de tus los lóbulos hasta el mentón, se reseca y estira la piel, con los
poros alerta siempre, como captando electricidad. Tus ojos cerrados, como un
óleo entregándose a las manos de su pintor, te dejas derretir y sales por
momentos del bastidor, me dicen que soy yo quien eleva al siguiente nivel el
arte que eres tu, y te observo con las puntas de mis nervios y me siento dueño
del presente, inmortalizando en tus gemidos un eco que acallara las noches de
soledad por siempre. Pero los abres, me miras directamente y comprendo que no
soy dueño de nada, ni siquiera yo me pertenezco, me muevo sin voluntad alguna dentro
de un oleaje tibio que me aleja cada vez mas del centro para acabar
desparramado por cada esquina del cuarto. Nos volvemos tan profundos que
se pone todo de cabeza, la profanación se vuelve cariño, el sabor se vuelve
reverencia, y cualquier gesto de ternura lo vemos ahora como un insulto. De no
ser por esa luz azul que atraviesa la escena completa, me abandonaría a pensar
que somos la misma carne, el mismo mar que rebota de pared a pared en una interminable habitación.
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