Esta ciudad es pequeña, y tú haces que lo sea aún más y ni
siquiera estas aquí. Aborrezco tu belleza que constantemente me golpea la cara
restregando tu gracia en mis antagonismos, y me pregunto ¿No podrías dejar de
existir en este mundo? El mundo que te conoció pura para verte transformada en
insaciable pleitesía animal. A quien culpar cuando los hombres no son hombres
si no mascotas agitando su miembro en una cacería constante, mordiendo incluso
a los de su propia manada, tendiendo trampas y tomando la mínima oportunidad
para salivar sobre tus aparentes consentimientos como si su vida dependiera de
ello. He llegado a sentir incluso una malicia detectivesca, y temo que mi
hastío de las cosas terrenales está ligadas a tu placer, y tu placer a la
venganza. Haz lo que quieras, eres bella y el mundo es tuyo, eres carne de
primera, capital, moneda de cambio para entrar al cielo, aunque éste dure solo
las pasiones de una noche, moneda respaldada con el alma. Así que resignado el
gran lobo de mis viseras se marcha a paso gentil fuera del bosque, de la
manada, de la lujuria incesante y de tu nombre entre todos los hombres, para
vivir del viento en una cima donde no llegue nunca tu aroma, morir de estrellas
y una luna que no cuente tu reflejo, mirar al firmamento y regurgitar aullidos
que calen montañas, colinas, que calen horizontes pero no los de tu carnes.
Inocente presa, nadie juega con bestias sin mancharse de su propio salvajismo,
y en algún momento la cacería encontrará su cúspide, y ni toda la gracia será
suficiente para las fauces de los hombres.
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