domingo, 22 de noviembre de 2015

Aquello que llamamos vida

Corriendo sin parar iba jalando bocanadas que ni le alcanzaban para respirar, lloraba y lloraba conforme avanzaba, y se ahogaba en dolor, en el vacío de sus pulmones, en su garganta ensanchada, jadeante. Movía la cabeza en negación mientras apretaba sus cejas, y un pulsar rebotaba en su cabeza, un distorsionado sonar que hacia eco en sus memorias, le llegaba el dolor a la raíz del inconsciente. A medida de alejarse del centro de su universo, rompía barreras dimensionales y daba impulso a su desamor la falsa esperanza de un corazón románticamente consumado, y la soledad era su motor, y el temor el combustible. Corriendo se alejaba cuando de pronto sin decidir sus pasos se acortaron a un andar rocinante, furioso, como el Cristo señalando al padre, un desaparecido en la niebla, maldiciendo aquello que no se puede maldecir, por que no es, por que no esta. Vacío, un gran vacío dictaba en su ser la ausencia de la melodía trágica, mundana, banal del amor roto, fragmentado en roca, como las olas que por su propio ímpetu se quiebran. A dientes apretados balbuceaba entre paranoias el sin sentido del apego, y en su ridiculez reparaba, a la vez que decidiendo sacrificadamente cargar con la amargura de los mundos, se decía lejos de donde se encontraba, y corriendo se encontró lejos de donde se hallaba, aquél páramo de éxtasis quedaba atrás con el deseo, el amor, y como mártir cargaba ahora con el pesar de un valle de descanso eterno del cuál aquel que no frena jamás rodea sin sentido, esperando una entrada a la vuelta de su rigurosa carrera, de su apretada diligencia. El pesar de un valle que se encuentra una vez en la vida, pero no se abre para nadie más. El martirio de saberlo de una vez, de golpe, sin traducciones, sin poder compartirlo, el saber solitario y personal de explotar y recomponerse allá donde nada tiene seriedad, donde el amor es vano, un juego en la tormenta de las sensaciones, en el huracán de lo que nada conocemos, en aquello que llamamos vida. 

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