Sobredosis de melancolía irreparable que me llevo a sufrir
inenarrables cuentos de grandes desesperaciones impresas en momentos borrosos
que se perdían entre puertas y pasajes de estos sueños, que al pisar las hojas
de mis noches de otoño rompía en llanto el rocío de un canto que anunciaba la
media de una velada onírica más allá de fantástica, intrigante. Era atroz el
manejo con que el viento retorcía incluso los colores… era ámbar siempre
templado, a punto de no derretirse, de no ser ni duro ni gomoso, y era
constante, soplido a escondidas que entre versos simplemente cargaba la
hedonista tarea de sustituir la respiración por el mínimo esfuerzo. Y que
placer era languidecer tibiamente en regocijo, frenesí de niño en brazos, al
expandir las dimensiones cual agua hundiendo mi cuerpo como si fuera el
universo una manta gentil que me abraza y exacta a cualquier medida de lo que
fuera que era yo, creaba un ropaje amplio y a la vez tan cercano a cada rincón.
Nostalgia irrefrenable que destruyo los
jardines en los que tanto perdía de mí como de ti, en los que era solo un
orgasmo de variaciones lúdicas y no valían ni los años de mis manos, ni de mis
emociones, que me hizo notar en adelante que ni siquiera el espacio alcanzaría para
poder arroparme.
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